La galería de Marbella presenta la obra multidisciplinar del artista murciano en un montaje donde destacan sus piezas con neones.

RE-MIX. Eduardo Balanza
Galería Yusto-Giner, Marbella
30 noviembre 2018 – 9 Febrero 2019
Mientras fuimos felices. Sema D´Acosta


En muy poco tiempo, antes de que nos diéramos cuenta, la música popular, ésa que procura llegar al mayor número de gente posible y alcanzar cotas altas de audiencia en un público heterogéneo, ha cambiado radicalmente su esencia. Aunque no lo digamos ni se escriba mucho sobre ello, aunque ya se sobreentienda su nuevo estado como si hubiese sido una evolución predecible, el giro vivido en la industria musical durante la última década ha resultado tan imprevisible… que lo que fue ya nada tiene que ver con lo que es ahora. Hemos pasado de los vinilos y casetes al streaming en un santiamén, de los elepés y del CD a la playlist sin que apenas nos diese lugar a pensar sobre lo que estaba pasando. Es sorprendente el modo tan rápido en el que nos hacemos a lo que llega y olvidamos lo anterior, la poca importancia que cobra el ayer cuando lo nuevo es más cómodo y fácil. No es sólo una cuestión de variar nombres o estilos musicales, eso ha ocurrido siempre a lo largo de las modas y tendencias de la segunda mitad del siglo XX y sin duda es una dialéctica que responde a una pulsión natural hacia delante. En este caso estamos ante una cuestión ontológica de verdadero calado, una transformación sustancial que ha mutado la tradicional naturaleza de la música pop como vehículo social y catalizador del imaginario de la juventud de una época hacia otra cosa distinta y globalizada.

Hace unos años el acto de oír música formaba parte de un conjunto de situaciones aparentemente sencillas -complejas desde el punto de vista antropológico que podían acabar siendo determinantes para la filiación identitaria de alguien antes de llegar a la edad adulta. Un tipo de música u otra podía marcar un comportamiento específico y la correspondiente aceptación de una persona por un grupo; era una manera de reivindicar un espacio común, característico de adolescentes y veinteañeros, que iba desde la rebeldía y el inconformismo hasta la incomprensión. Basta ver las fotografías que hacía Miguel Trillo en los años 80 del siglo pasada alrededor de los conciertos para entender cómo la música es un motivo aglutinador capaz de marcar pautas y comportamientos 1 . Punkis, heavies, rockers, mods o raperos formaban entonces parte de contra-movimientos que definían subculturas urbanas; curiosamente, colectivos que se salían de la generalidad sin dejar de ser cotidianos y aceptados. La calle siempre ha sido un espacio de libertad para la gente joven, un sitio de encuentro y experiencia donde comenzar a manejarse con autonomía fuera de los márgenes del hogar. Evidentemente, estas afinidades eran vinculantes: potenciaban el sentido de pertenencia a través de los demás, por eso había algo tribal e incluso atávico en esas actitudes colectivas. Significaban un lugar de reafirmación donde la espontaneidad, el atrevimiento y la desinhibición se canalizaban a través de un código común cuya banda sonora actuaba como telón de fondo emocional.
Una tesitura distinta, pero con el mismo fondo musical, era la intimidad de la habitación, el refugio propio. Ahí la música era un ejercicio de confirmación, la eucaristía de una personalidad en ignición. Escuchar vinilos y cintas en tocadiscos o radiocasetes conllevaba un acto de liturgia que se ha perdido. Además de constituirse como un trance ceremonial, abarcaba un proceso de encuentro y descubrimiento con algo profundo.
Las tribus urbanas musicales aparecieron a mediados de los años 70 del siglo pasado en España, durante el periodo de tránsito de la dictadura a la democracia. Cada subcultura tenía hábitos comunes, lugares de reunión, maneras propias de hablar, vestirse, peinarse, actuar o pensar. Eran reconocibles unas de otras y convivían sin grandes sobresaltos, respetando el espacio de cada una. Desde los años 60 del siglo XX en Estados Unidos se crea un movimiento de contracultura contra la Guerra de Vietnam que está muy vinculado a la música y la libertad. Evidentemente, en estas tipologías juveniles de chupa de cuero y jeans tuvo mucha importancia la imagen de rebeldía que desprendían gente como Marlon Brando o James Dean en películas emblemáticas de entonces como ‘El Salvaje’ (1953) o ‘Rebelde sin causa’ (1955) permitía reconfortar el esfuerzo mientras que la imaginación se expandía. Con los discos y cintas había que saber esperar, elegir bien, ir a comprar a la tienda o pedir prestado a un amigo, a veces grabar y, finalmente, disfrutar siendo conscientes de haber alcanzado una etapa final. Escuchar música en el dormitorio, o en otro rincón apropiado de la casa, era el desenlace de una sucesión de circunstancias, un modo de adquirir mundología. En las estanterías, en los armarios, sobre la mesa, escondidos en los cajones y los archivadores, las canciones poseían corporeidad, eran un objeto físico que ocupaba un espacio concreto, que podían verse y tocarse. Los héroes sonreían en las portadas, llenaban posters y carpetas, nos acompañaban en el viaje. El objeto que contenía la música cobraba tanta consideración como el sonido que generaba el aparato reproductor. Se producía entonces una sinécdoque inadvertida donde las sensaciones que nos despertaban determinadas melodías o letras, se asociaban indefectiblemente al soporte que contenía esa información, un trasvase que permite hoy que esos objetos aviven nuestro recuerdo. De forma inevitable, aquí la memoria se mezcla con la añoranza por los momentos vividos, por aquello que fuimos y ya no volverá. Como la infancia, esa adolescencia era una patria auténtica, irreductible. La obra de Eduardo Balanza (Murcia, 1971) redunda en el valor melancólico de estos objetos familiares para muchos de nosotros, elementos habituales en todas las casas españolas hace unas décadas convertidos ahora en esculturas silentes. Al exhibirlas con solemnidad, el protagonismo recae sobre el continente y no tanto sobre el contenido, un tótem sin utilidad transformado así en un inesperado monumento a la evocación. Carátulas, cintas y radiocasetes representan un pasado próximo de nuestra historia íntima, funcionan como un símbolo de aproximación a un periodo de nuestras vidas que siempre echaremos de menos. Los avances tecnológicos han condenado a la obsolescencia a estas formas de conservación y grabación del sonido en cintas magnéticas. También han caído en el olvido nombres de marcas exitosas de cinta virgen como BASF o TDK3, para los chavales de nuestros días unas siglas indescifrables.
La escena cumbre de una película emblemática como ‘Blade Runner’ (Ridley Scott, 1982), posee un ostensible product placement de la marca de cintas magnéticas TDK que ilustra su posición en el mercado internacional en ese momento. Recordemos: no para de llover. Rick Deckard (Harrison Ford) cuelga de una viga y está a punto de caer al vacío. Justo en el instante que se resbala, su rival, Roy Batty (Rutger Hauer), le coge del brazo y le salva la vida. Ambos están extenuados. Segundos antes de saben interpretar. Tener baldas y armarios repletos con estas casetes y vinilos era poseer la música que conformaba nuestro universo sonoro, no había otro modo al margen de las emisoras de radiofórmula. La discoteca era algo visible, palpable, contable, medible. El espacio ocupado era proporcional a la cantidad de canciones que podíamos oír: cuanto mayor fuera nuestro almacenaje, mejor. Muchas de esas carátulas estaban escritas a mano, señalando lo que habíamos grabado en ella o reteniendo la escritura de alguien querido que nos seleccionó aquello que pensó que podría sorprendernos. De forma paradójica, en una sociedad inmaterial como la actual, necesitamos más que nunca tocar y aferrarnos a las cosas, sentirlas de verdad, relacionarnos con ellas de manera real y no virtual, asumirlas como parte del entorno que habitamos, apoyarnos en ellas para sostener el peso de la experiencia acumulada. Antes, la música era expectativas, pequeñas obsesiones. Entrábamos en las canciones a base de repetirlas, de escuchar cada cara de un elepé de modo insistente una y otra vez. La disposición del oyente era distinta, no se podían seleccionar partes del disco al antojo y las percepciones eran globales, no fragmentarias ni salpicadas. La música en el siglo XXI ha cobrado una dimensión diferente, es un concepto volátil y asequible que ha perdido envergadura como motor de las inquietudes que motivan a los jóvenes. Ya no hace falta ocupar ningún espacio ni comprar nada en ningún sitio, desde nuestro portátil o tablet podemos disponer de una carta infinita de posibilidades, bien sean gigas de archivos digitales acumulados en la memoria o conectando en streaming con aquello que nos interesa o despierta interés. Lo habitual también es usar cascos o auriculares, aislarnos de los demás. Nos hemos vuelto más introspectivos y menos empáticos. Si en la era analógica la música era compartir, ahora se ha convertido en muchos casos en una actividad solitaria que genera aislamiento. El fin de esta época supone también una mutación del paradigma, el triunfo de los usuarios homogeneizados frente a los aficionados entusiastas del modelo previo, más proclives desaparecer para siempre, el replicante, mantiene un sentido soliloquio delante de la figura derrotada de su enemigo. Suena Vangelis de fondo. “He visto cosas que vosotros no creeríais… Atacar naves en llamas más allá de Orión… He visto rayos C brillar en la oscuridad cerca de la puerta de Tannhäuser… Todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia…Es hora de morir.” a la variedad y salirse de lo previsible. Las relaciones que se establecían eran más humanas; se promovía la aproximación entre personas, la confluencia entre circunstancias análogas. Para un artista que se ganara bien la vida con la música y sacara un trabajo nuevo al mercado, era necesario dar conciertos para llegar a la gente y vender discos. Ahora, curiosamente, es justo al revés: primero es necesario que descarguen tus canciones para que luego te reclamen y puedas dar conciertos.


Internet ha supuesto un cambio diametral en las formas de consumo musical. Lo virtual ha desplazado el centro de atención desde sitios concretos y reconocibles hasta otros intangibles y ubicuos. La simplicidad de escucha que permite Spotify deteriora la magia que conllevaba determinados aspectos intrínsecos de la música, una parte sutil e invisible que nos ha conformado como personas durante varias generaciones.
Actualmente, seleccionar una canción ni supone compromiso ni conlleva dificultad. Lo que a la primera no encaja con nuestros esquemas, se desecha con facilidad; no se ahonda ni se busca ir más allá. Los quinceañeros de hoy viven en los ordenadores y los móviles, todo se queda en la superficie, les cuesta profundizar. Quizás por eso sus conductas son más homogéneas: se ajustan a un molde básico de estímulo-respuesta que roza el estereotipo. El ritual, tan necesario en el paso de la adolescencia a la madurez, ha desaparecido como parte del camino, el proceso ha perdido relevancia
como ámbito de desarrollo porque el único patrón posible es finalista, unidireccional. De hecho, la reproducción a la carta en streaming afianza como definitivo un modelo neoliberal redondo: la seductora oferta de un repertorio ilimitado de autores y melodías mientras nos cuelan como contrapartida mensajes publicitarios. La alternativa es pagar una suscripción periódica. Sea como sea, esta receta también implica control sobre nuestras escuchas y el tiempo que dedicamos a ello.


Las piezas de Eduardo Balanza nos invitan a reflexionar sobre una época pasada desde una perspectiva diferente, rememorando una experiencia de cercanía en el registro de lo humano, contando algo sobre las personas y su autobiografía que es habitual que se pase por alto. Fundamentalmente, porque nos resulta siempre complicado acotar desde el análisis sensaciones próximas a la pérdida o la nostalgia. Esas emociones ni siquiera hace falta definirlas, es mejor asumirlas como evocaciones abiertas que activan resortes escondidos en nosotros que no esperamos.

La música actual se ha reducido a una aplicación multiplataforma donde el usuario posee poco margen de maniobra y nula representatividad. El giro ha sido tan rápido que en una década una multinacional sueca como Spotify ha sido capaz de situarse por encima de las discográficas hasta condicionarlas. El negocio internacional es así, no entiende ni de sentimientos de ni de individuos, sólo de números y beneficios. Ante este constreñido panorama caracterizado por el desapego, tras ver una exposición como la que ahora presenta Balanza en Marbella, todavía podemos refugiarnos en algunos objetos emblemáticos que guardan en su interior, casi como un tesoro secreto, algo indescriptible de aquello que un día amamos mientras fuimos felices.

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